Sunday, June 18, 2006


Moonlight Shadow
Banana Yoshimoto
(from Kitchen., colección Andanzas 1991, Tusquets)









Hitoshi llevaba un pequeño cascabel en la funda de la tarjeta del autobús y nunca se se­paraba de él.
Se lo había regalado yo, sin darle gran im­portancia, cuando todavía no éramos novios, y lo llevó consigo hasta el final.
Hitoshi y yo íbamos a clases diferentes y nos conocimos al organizar el viaje de segundo curso de bachillerato. Cada clase seguía un iti­nerario distinto, y por eso sólo hicimos juntos el viaje de ida en el Shinkansen.'(Tren de alta vclocid.ld):' Los dos la­mentábamos separamos, y nos despedimos en­tre bromas en el andén dándonos la mano. Entonces me acordé de que en el bolsillo del uniforme llevaba un cascabel que se le había
caído a mi gato, y se lo ofrecí diciendo:
-Es un regalo de despedida. El dijo:
-¿Qué es esto? -y se rió, pero lo recogió delicadamente de la palma de mi mano y lo envolvió con cuidado en el pañuelo. Esta manera de actuar no era nada usual en un chico de su edad, y me sorprendió mucho.
El amor es así.
Quizá lo hizo porque, al habérselo regalado yo, era algo especial, o porque era un chico bien educado que no trataba las cosas de manera descuidada, pero sentí simpatía por él al instante. y el cascabel fue un puente hacia nuestros corazones. Durante todo el viaje en el que no pudimos estar juntos, los dos estuvimos pendientes del cascabel. El, cada vez que sonaba, se acordaba de mí y del tiempo que habíamos pasado juntos; yo, bajo un cielo lejano, pensaba en el tintineo del cascabel y en quien lo tenía. Al volver, empezó un gran amor.
Luego, durante unos cuatro años, el cascabel pasó junto a nosotros todos los días y las noches, todos los acontecimientos. El primer beso, aquella gran pelea, el sol, la lluvia y la nieve, la primera noche, todas las risas y las lágrimas, la música que nos gustaba y la televisión... Estuvimos juntos, compartimos todo el tiempo, y cuando Hitoshi sacaba del bolsillo la funda que usaba como monedero, junto a su mano se oía un tintineo ligero y claro. No se separa de mi oído, es inolvidable, un sonido inolvidable.
Esta sensación, vista ahora, por más que pueda decido, es sentimentalismo de niña. Pero lo digo. Tenía esta sensación.
Sinceramente, me había extrañado siempre. Yo, a veces, a pesar de estar mirándolo fijamen­te, sentía que Hitoshi no estaba allí. Incluso cuando dormía, muchas veces no pude evitar mirar si le latía el corazón, no sé por qué. Cuando él sonreía y su cara brillaba deslum­brante, sin darme cuenta lo miraba con fijeza. La expresión de su rostro y su aspecto daban siempre la sensación de transparencia. Por ello, yo pensaba constantemente por qué tendría esta insegura sensación de fugacidad en el corazón; pero si eso era un presentimiento, ¿ presagiaba algo muy angustioso?
Perder al ser amado ha sido la primera ex­periencia de la que yo llamo, a pesar de tener sólo veinte años, mi larga vida, y me ha hecho sufrir tanto que, a veces, pensaba que dejaría de respirar. Mi corazón, la noche en la que él murió, se fue a otra dimensión, y ya no pudo volver a mí, de ninguna manera. Me era totalmente imposible ver el mundo con los mismos ojos que antes. Mi cabeza flotaba y se sumergía insegura, y la sentía turbia, pesada y sin sosiego. Y lamento que me haya sucedi­do ~ mí una de las cosas que a algunas perso­nas no les suceden jamás (ejemplo: un aborto, caer en la prostitución o una enfermedad grave).
Lo sé, aún éramos jóvenes y, además, tal vez no hubiera sido el último amor de nuestras vidas. Sin embargo, Hitoshi y yo experimenta­mos por primera vez diversos dramas que na­cían entre los dos. Mientras sopesábamos la im­portancia de los diferentes episodios que surgían al relacionarse íntimamente dos personas, cono­ciéndolos uno a uno, construimos cuatro años.
Después de lo ocurrido, puedo decido en voz alta: «Dios es imbécil».
Yo amaba a Hitoshi con locura.

Dos meses después de la muerte de Hito­shi, cada mañana me apoyaba en la barandilla del puente que colgaba sobre el río y bebía té caliente. Casi no podía dormir, por eso empe­cé a hacer jogging al amanecer y aquél era el lugar donde daba la vuelta y regresaba.
Dormir por la noche era lo que más temía. Lo peor, el terrible shock que recibía al desper­tar. Abría los ojos sobresaltada y me asustaba la profunda oscuridad de comprender dónde es­taba en realidad. Siempre tenía sueños relacio­nados con Hitoshi. Dentro de un sueño ligero y penoso, mientras veía y no podía ver a Hi­toshi, sabía siempre que ya nunca más podría vedo en la realidad, que sólo era una ilusión.

Por eso, incluso cuando dormía hacía esfuerzos para no despertarme. ¿Cuántas veces habré re­cibido un amanecer helado, en el que abría los ojos confusa sintiendo una tristeza que casi me hacía vomitar, dando vueltas en la cama, cubier­ta siempre de 'un sudor frío? Me sentía arroja­da en un tiempo pálido que respira en silencio cuando clarea al otro lado de las cortinas. En aquellos momentos, sentía tanto frío y tanta so­ledad que pensaba que hubiera sido mejor per­manecer dentro del sueño. Era el amanecer de una persona sola que sufría con las reminiscen­cias de sus sueños sin poder dormir más. Siem­pre me despertaba al amanecer. Yo, cansada, sin haber dormido apenas, yo, que había empeza­do a conocer el terror hacia aquellas horas de soledad parecidas a una larga demencia que es­peraban la primera luz de la mañana, decidí em­pezar a correr.
Compré dos conjuntos de chandal caros, compré unas zapatillas de deporte, e inclu­so compré un pequeño termo de aluminio para llenado de algo para beber. Me parece triste equiparse con tanta premeditación, pero pensé que me ayudaría.
Empecé a correr nada más empezar las va­caciones de primavera. Iba hasta el puente y, al volver a casa, lavaba cuidadosamente las ropas y la toalla, lo metía todo en la secadora, y luego ayudaba a mi madre, que estaba ya preparando el desayuno. Después dormía un poco. Este era mi estilo de vida. Por la noche, me encontraba con mis amigos, veía vídeos y evitaba estar sin hacer nada. Era un esfuerzo vano. La verdad es que no había una sola cosa que me apeteciera hacer. Quería ver a Hitoshi. Pero tenía la sensación de que debía continuar moviendo, a toda costa, mi corazón, mi cuerpo y mis manos. Y quería creer que, si pudiera seguir esforzándome, automáti­camente lograría sobreponerme alguna vez. No había ninguna garantía, pero creía que era esen­cial llegar hasta ese momento. Cuando murieron mi perro y mi pajarito, yo había conseguido más o menos de la misma manera. Pero en este caso no funcionaba. Y los días fueron pasando, mar­chitándose uno tras otro sin ninguna perspecti­va. Yo seguía pensando como si rezara.
«Estoy segura, segura. Llegará un día en que podré liberarme de esto.»

El río, donde daba la vuelta, era ancho y casi dividía la ciudad en dos. Tardaba unos veinte minutos en alcanzar el lugar donde col­gaba el puente blanco. Me gustaba aquel sitio. Antes, siempre me reunía allí con Hitoshi, que vivía al otro lado del río, e incluso después de su muerte siguió gustándome.
Mientras descansaba en el puente desierto, envuelto en el rugido del agua, bebía despacio el té caliente que llevaba en el termo. El dique blanco continuaba impreciso hasta el infinito y, entre la neblina del amanecer, la ciudad apare­cía rodeada de bruma. Era como si yo, dentro del aire frío, transparente y punzante, estuviese en un lugar cercano a «la muerte». En realidad, sólo en aquella escena de soledad cruel, austera y límpida, podía respirar sin esfuerzo. ¿Gozar haciéndome daño? No era así. Porque, de no existir esos momentos, no hubiera tenido nin­guna confianza en que pudiese irme bien el día que venía a continuación. Por entonces yo ne­cesitaba con bastante intensidad aquella escena.

También aquella mañana me había desper­tado sobresaltada tras una noche de pesadillas. Eran las cinco y media. En el amanecer de un día que prometía ser despejado, yo, como siem­pre, me vestí, salí de casa y eché a correr. Era aún oscuro y no había nadie. La atmósfera es­taba silenciosamente helada y la ciudad ofrecía un vago color blanco. El cielo azul oscuro, allá por el este, iba tomando poco a poco una gra­dación rojiza.
Intentaba correr animada y, a veces, cuan­do sentía que me faltaba la respiración, me venía al pensamiento la idea de que correr tanto sin haber dormido apenas era maltratar mi cuer­po. Pero mi cabeza medio dormida la descartaba ya que, así, cuando regresaba, podía conciliar el sueño. Al atravesar la ciudad, donde reinaba un silencio absoluto, era difícil conservar la con­ciencia clara.
El rugido del río se acercaba y el aire cam­biaba por segundos. Un día hermoso y despe­jado empezaba a nacer a través del cielo azul traslúcido.
Cuando alcanzaba el puente, siempre me apoyaba en la baranda y miraba la hilera de pá­lidas casas brumosas que se hundían vagamen­te en el fondo celeste. El fragor de la corriente resonaba, y el agua lo arrastraba todo, blanca y espumeante. El sudor se secaba y la brisa fresca del río me acariciaba el rostro. La media luna se veía muy clara en el frío cielo de marzo. Mi aliento era blanco. Quité la tapa del termo, me serví té y lo bebí sin apartar mis ojos del agua.
-¿ Qué clase de té es? Yo también quiero beber.
De repente, oí una voz a mis espaldas que me sobresaltó. Me asusté bastante y se me cayó el termo al río. Sólo me quedó el té humeante de la tapa que sostenía en la mano.
Cuando me volví, preguntándome quién po­dría ser, vi a una mujer que sonreía. Compren­dí que era mayor que yo, pero me fue imposi­ble adivinar su edad, no sé por qué. Si tuviera que decir una, diría unos veinticinco... Sus ojos eran grandes y transparentes, y el pelo corto. Llevaba una gabardina blanca sobre un vestido ligero, con naturalidad, no parecía sentir frío en absoluto, y estaba allí sin que yo lo hubiese advertido.
Y, alegremente, con una voz dulce, un poco nasal, dijo sonriendo:
-Lo que te acaba de pasar, ¿es de Grimm o de Esopo? Se parece mucho a la fábula del perro.
-En aquel caso -dije con desgana-, soltó el hueso al verse reflejado en el agua. No había ningún culpable.
-Bueno, te compraré un termo -dijo ella con una sonrisa.
-Gracias -y me esforcé por sonreír yo tam­bién.
Ella hablaba con tanta naturalidad que no pude enfadarme; además, incluso yo misma acabé pensando que no tenía importancia. No parecía una loca, ni tenía el aspecto de ser una borracha que volviera a casa al amanecer. Sus ojos eran lúcidos e inteligentes, y tenía una ex­presión profunda, profunda, de estar embebida de toda la tristeza y alegría de este mundo. Así pues, estaba en perfecta armonía con aquel am­biente silencioso e intenso.
Yo, tras apagar la sed bebiendo sólo un sorbo del té que me quedaba, le dije: -Toma. Te doy lo que queda. Es té de pera. y se lo ofrecí.
-Ah, éste me gusta mucho. -y cogió la tapa con su mano delgada-o Ahora mismo acabo de llegar. Vengo de muy lejos.
Habló con unos ojos que exaltaban resplan­decientes las características del viajero, y miróla superficie del río.
-¿Turista? -dije, preguntándome qué habría venido a hacer a un lugar como aquél en el que no había nada.
-Sí. ¿Sabes?, dentro de poco hay un espec­táculo que tiene lugar una vez cada cien años -dijo ella.
-¿ Un espectáculo?
-Sí, si se dan todas las condiciones. -¿Qué tipo de espectáculo?
-Es un secreto todavía. Pero, ya que me has dado té, te lo enseñaré.
Después de decir esto, sonrió, y no me atre­ví a seguir preguntando, no sé por qué. Los sig­nos de que se acercaba la mañana llenaban el mundo entero. La luz se diluye en el azul del cielo y un débil fulgor ilumina de blanco la capa del aire. .
Pensé que ya era hora de volver, y dije: -Bueno...
Entonces, ella me miró de frente con sus pu­pilas claras.
-Me llamo Urara, ¿y tú? -dijo.
-Satsuki -me presenté yo también.
-Nos veremos pronto.
Urara... Dijo esto,. y me hizo adiós con la mano.
Yo también le dije adiós y abandoné el puente. Era extraña. Yo no comprendía en ab­soluto lo que me había dicho, y tampoco pare­cía una persona que llevara una vida normal. A cada paso que daba, las dudas se hacían más y más profundas, y, cuando me volví con una cierta inquietud, Urara aún seguía en el puen­te. Estaba de perfil, mirando el río. Me sorpren­dió. Porque, cuando la tuve ante mí, me había parecido otra persona. Nunca había visto a un ser humano con una expresión tan severa.
Al darse cuenta de que yo me había deteni­do, sonrió de nuevo y agitó la mano. Me uní a su saludo, y eché a correr.
«Pero ¿qué tipo de persona será?», pensé por un momento. Y aquella mañana, sólo la impre­sión que había dejado aquella extraña mujer lla­mada U rara en mi cabeza, más y más soñolien­ta, permanecía grabada y enmarcada por la luz del sol de una manera deslumbrante

Hitoshi tenía un hermano menor muy ex­travagante. Su manera de pensar y reaccionar ante las cosas ha ido volviéndose cada vez más extraña con el paso del tiempo. Desde que 10 vi por primera vez, pensé que vivía en este mundo como si 10 hubieran arrojado al tener uso de razón, de golpe, y tras haber sido edu­cado en otra dimensión. Se llama Shu. Shu, el verdadero hermano menor de Hitoshi, ha cum­plido este mes dieciocho años.

Shu, que volvía de la escuela, llegó a la ca­fetería del cuarto piso de los almacenes donde habíamos quedado con un vestido de marinero.( Sólo las alumnas de enseñanza media suelen llevar, en Japón, un uniforme consistente en una chaqueta con cuello marinero y una falda plisada, generalmente azul marino, a veces gris)
Yo, la verdad, me sentí muy avergonzada, pero como él entró en la cafetería muy tran­quilo, fingí naturalidad. Se sentó frente a mí y dijo tras un suspiro:
-¿Te he hecho esperar mucho?
Ladeé la cabeza sonriendo con alegría y, al pedir, la camarera 10 miró fija, fijamente de arri­ba abajo, y dijo:
-¿Sí? -con aire extrañado.
El rostro de Shu no se parecía mucho al de Hitoshi, pero los dedos de las manos o la ma­nera casi imperceptible de cambiar de expresión a veces, casi me paraban el corazón.
-Oye -decía yo en uno de esos momen­tos, esforzándome en hablar.
-¿Qué? -dijo Shu esta vez, mirándome mientras sostenía el vaso con una mano.
-Te pareces a él -decía yo.
Entonces siempre replicaba:
-Imito a Hitoshi.
y 1o hacía. Los dos nos reíamos. Así, ironi­zábamos sobre la herida que teníamos en el co­razón, y es que no podíamos hacer nada, sólo bromear.
Yo había perdido a mi novio, pero él había perdido a la vez a su hermano y a su novia.
Ella se llamaba Yumiko, tenía la misma edad que él, y era una chica muy guapa, bajita, que jugaba muy bien al tenis. Teníamos una edad parecida, por eso los cuatro nos habíamos lle­vado muy bien y a menudo habíamos salido juntos. Cuando yo iba a casa de Hitoshi, Yu­miko ya estaba en casa de Shu, y fueron incon­tables las veces que habíamos pasado toda la noche jugando a algo.
Aquella noche, Hitoshi llevó a la estación en coche a Yumiko, que había ido a casa de Shu, y, a medio camino, tuvieron un accidente. No fue culpa suya.
Sin embargo, los dos murieron en el acto.

-¿Haces jogging? -dijo Shu.
-Sí -dije.
-En efecto, has engordado.
-De estar todo el día sin hacer nada. Sonreí inconscientemente. En realidad, em­pezaba a adelgazarme tanto que se notaba con sólo mirarme.
-No por hacer deporte se está más sano. A propósito, cerca de mi casa han abierto un restaurante que hacen unos kakiagedonburi terri­blemente buenos. Tienen muchas calorías. Va­yamos a comer, ahora, ahora mismo -dijo.
Los caracteres de Hitoshi y Shu eran también completamente distintos, pero, sin embar­go, los dos tenían de natural una dulzura sin ninguna clase de afectación y nada interesada, que era fruto de una buena educación. Como el detalle de envolver cuidadosamente el cascabel en el pañuelo.
-Sí, de acuerdo -dije.
El vestido marinero que llevaba Shu era un recuerdo de Yumiko.
Después de su muerte, él, que iba a una es­cuela de bachillerato que permitía a sus alum­nos no llevar uniforme, acudía a clase vistiendo esta ropa. A Yumiko le gustaba el uniforme. Los padres de Shu y los de Yumiko le decían que ella no estaría contenta y retenían entre llo­ros al chico con faldas. Pero Shu se reía y no les hacía caso. Al preguntarle si lo llevaba por sentimentalismo, me dijo que no era así. Que los muertos no volvían. Que una cosa era sólo una cosa. Pero que se sentía mejor.
Cuando le pregunté:
-Shu, ¿hasta cuándo piensas llevar este ves­tido?
Dijo:
-No lo sé -y su cara se ensombreció un poco.
-¿No te dicen todos cosas raras? ¿No ha­blan mal de ti en la escuela?
-Pues yo...'(* En japonés existen varias formas del pronombre «yo», según la situación de hablante respecto a su interlocutor. Aquí, Shu utiliza la forma watashi, usada generalmente por las mujeres, o por los hom­bres sólo en lenguaje formal )' -dijo. El siempre utilizaba esta forma, ya desde antes-, les doy pena. Y tengo mucho, mucho éxito entre las chicas. Claro, al llevar faldas, tengo la sensación de comprender mejor los sentimientos de las mujeres.
-Ah, entonces está muy bien.
Me reí. Al otro lado del cristal, los clientes de aquella planta, contentos, pasaban animada­mente. Aquel atardecer, todo parecía feliz den­tro de los almacenes, donde se alineaban los tra­jes de primavera iluminados.

Ahora lo comprendo bien. Su vestido de marinero era mi jogging. Tenía exactamente la misma función. Creo que yo no soy tan extra­vagante como él, y por eso tenía suficiente con el jogging. Para Shu, esto carecía absolutamente de impacto y no era suficiente para sostenerlo, por esta razón, como variación, eligió el vestido marinero. En ambos casos, no era más que un modo de dar fuerzas a un corazón marchito. Distraernos para ganar tiempo.
Tanto yo como Shu, en aquellos dos meses, habíamos adquirido una expresión en el rostro que no teníamos antes. La expresión de quien lucha consigo mismo para no pensar en las personas que ha perdido. Acababa poniendo aquella cara, sin yo saberlo, sin darme cuenta, cuando estaba entre unas tinieblas hacia las que venían oleadas de soledad al recordarlo todo de repente.

-Bueno, si voy a cenar fuera, llamaré a casa.
Ah, Shu, ¿tú no tienes que cenar en casa?
Y, al ponerme en pie, Shu dijo:
-Ah, sí... Hoy mi padre está de viaje. -Entonces, tu madre estará sola. Mejor que vuelvas a casa.
-No, bastará con mandar comida prepa­rada para uno. Todavía es pronto y seguramente no tiene nada hecho todavía. Pagaré yo, la cena será una invitación inesperada del hijo. .
-Es un plan encantador -le dije. -Pareces más animada, ¿no?
Shu sonrió alegremente. En ocasiones como aquélla, el joven, normalmente precoz, ponía una cara adecuada a su edad.

Hitoshi había dicho una vez, un día de inviernoo:
-Tengo un hermano pequeño. Se llama Shu.
Fue la primera vez en que le oí hablar de su hermano. Los dos descendíamos por las largas escaleras de piedra situadas en la parte poste­rior de la escuela, bajo un cielo gris, sombrío y plúmbeo. Hitoshi se metió las manos en los bol­sillos de la gabardina, y dijo echando una bo­canada de vaho blanco:
-Es más adulto que yo, no sé por qué. -¿Adulto?
Me reí.
-Algo así, tiene un gran control sobre sí mismo. Sin embargo, cuando se trata de la fa­milia es inusitadamente infantil. Ayer, mi padre se hizo un pequeño corte en la mano con un cristal, y Shu se trastornó mucho, de una ma­nera increíble. Parecía que el cielo y la tierra hubieran invertido su lugar. Me sorprendió mucho, por eso acabo de acordarme.
-¿Cuántos años tiene?
-U nos quince, creo.
-¿Se parece a ti? Q!tiero vedo.
-Te advierto que es un chico un poco es­ pecial. Tanto que podría pensarse que no somos hermanos. Si lo conocieras, puede que incluso dejaras de quererme. Sí, es un tipo raro, en serio -dijo Hitoshi con una sonrisa muy de herma­no mayor.
-De acuerdo, tu hermano es raro -contes­té yo-o Entonces me lo presentarás dentro de un tiempo, cuando nuestro amor sea más firme y no pueda derrumbarse a causa de un hermano raro.
-Qué va. Es broma. No hay problema. Se­guro que os llevaréis bien. Tú también tienes algunas facetas raras y, además, Shu es muy sen­sible a las buenas personas.
-¿A las buenas personas?
-Sí, eso es.
Hitoshi se rió mostrándome su perfil. En momentos como aquél siempre se sentía aver­gonzado. Los pies avanzaban rápidamente por las escaleras empinadas. El cielo de mediados de invierno, que comenzaba a oscurecerse, bri­llaba nítido en la cristalera de la escuela blan­ca. Recuerdo los bajos de la falda de mi uniforme, los calcetines largos y los zapatos negros, que pisaban un escalón tras otro.

Fuera, nos visitaba una noche impregnada del perfume de la primavera.
El vestido marinero de Shu quedaba oculto por la gabardina y yo me tranquilicé un poco. La claridad que salía por la ventana de los al­macenes iluminaba alegremente la acera y bri­llaban, blancos, los rostros de las personas que iban y venían sin cesar. El aire tenía un olor dulce y, como hacía frío a pesar de ser prima­vera, saqué los guantes del bolsillo.
-Este restaurante donde hacen tempura está justo alIado de mi casa, así que podemos andar un poco, ¿no? -dijo Shu.
-Vamos a cruzar el puente, ¿verdad? -dije, y enmudecí por un instante. Es que me había acordado de U rara, la mujer que había visto en el puente. Y mientras pensaba distraídamente que, a pesar de haber ido desde entonces allí todas las mañanas, no la había vuelto a encon­trar, Shu dijo en voz alta:
-A la vuelta, por supuesto, te acompañaré. Probablemente había pensado que mi silen­cio obedecía a la incomodidad por ir lejos.
-Qué va. Si aún es pronto.
Hablé precipitadamente; entretanto, iba pensando, esta vez sólo para mis adentros: «Se le parece». En la actitud que había tomado, se pa­recía tanto a Hitoshi que no hacía falta que lo imitara. Aquella suma de distanciamiento y gen­tileza que, pese a no alterar la distancia, mani­festaba una amabilidad instintiva hacia los demás, me daba una sensación de transparen­cia. Yo entonces recordaba vívidamente este sen­timiento. Era inolvidable. Era amargo.
-Hace poco, cuando corría por la mañana, me encontré a una persona extraña en el puen­te. Simplemente me había acordado de esto -dije al empezar a andar.
-Esta persona extraña, ¿era un hombre? -sonrió Shu-. Una carrera peligrosa por la ma­ñana temprano.
-No, no es eso. Era una mujer. Una perso­na difícil de olvidar, no sé por qué.
-Caramba. Estaría bien que volvieras a en­contrada.
-Sí.
En efecto, tenía muchas ganas de ver a
Urara de nuevo, no sé por qué. Sólo la había visto una vez, pero quería veda. La expresión de su rostro, a mí, entonces, casi me había de­tenido el corazón. Al quedarse sola, ella, que poco antes había estado sonriendo dulcemente, tenía una expresión que, si buscamos una se­mejanza, parecía la de «un diablo que hubiera tomado forma humana y que, de repente, se di­jera que ya no podía confiar nada más a nadie». Eso era un poco difícil de olvidar. Tuve la im­presión de que ni mi tristeza ni mi sufrimiento llegaban hasta este punto, en absoluto. Me hizo sentir que quizás yo pudiera hacer algo más.

Shu y yo nos sentimos un poco turbados en la gran encrucijada que atravesaba la ciudad. Aquél era el lugar donde Hitoshi y Yumiko ha­bían tenido el accidente. También ahora los co­ches iban y venían intensamente. Shu y yo nos detuvimos, uno al lado de otro, junto al semá­foro en rojo.
-¿No vagarán por aquí sus almas?
Shu lo dijo con una sonrisa, pero sus ojos no sonreían en absoluto.
-Sabía que lo dirías.
También yo sonreí forzadamente.
Los colores de los faros se cruzan, y el río de luces gira. El semáforo flota nítidamente en la oscuridad. Aquí murió Hitoshi. Un senti­miento de solemnidad me invade en secreto. El tiempo se detiene para la eternidad en el lugar donde ha muerto aquel a quien se ama. En lu­gares como éste, las personas rezan para que les sea transmitido a ellas el sufrimiento. A menu­do, cuando visitaba un castillo o algún lugar así, y oía: «Hace años anduvo por aquí tal o cual persona. Usted puede sentir la historia en su propia piel», creía que era una tontería, pero ahora es diferente. Tengo la sensación de com­prenderlo.
Esta encrucijada, este colorido de la noche bordeado de tiendas y edificios, es el último pai­saje de Hitoshi, yeso no es un pasado tan lejano.
¿Fue una experiencia terrible? ¿Se acordó de mí, aunque sólo fuera por un instante?... ¿Subía la luna por el cielo, igual que ahora?
-Está verde.
Hasta que Shu me empujó por el hombro, estuve mirando distraídamente la luna. La luz blanca, pequeña y fría, parecida a una perla, era muy bonita.

-Está increíblemente bueno -dije.
El kakiagedonburi que comimos, sentados a la barra de aquel restaurante pequeño y nuevo con olor a madera, estaba tan bueno que me hizo recordar las ganas de comer.
-¿Verdad que sí? -dijo Shu.
-Sí. Delicioso. Está tan rico que me hace pensar lo bueno que es estar vivo -dije.
Lo elogiamos tanto que el dueño del restau­rante, al otro lado de la barra, pareció avergon­zado.

-Sabía que lo dirías. Tienes buen gusto can la comida. Me alegro de veras de que estés contenta.
Después de decirlo todo de golpe, sin respi­rar, sonrió, y fue a encargar comida para llevár­sela a su madre. Delante del kakiagedonburi pensé que tenía un carácter obsesivo, pero que era inevitable: tenía que seguir viviendo mien­tras la oscuridad mantuviera atrapadas aún mis piernas. Me gustaría que este chico pudiera sonreír, cuanto antes, igual que ahora, aunque 110 llevara el vestido marinero.

Era mediodía. De repente, sonó el teléfono. Estaba resfriada. No había hecho jogging ydormitaba en la cama. El timbre sonó much~s veces dentro de mi cabeza un poco febril y ¡rle levanté atontada. Parecía que no había nadie ~n casa y, ya que no me quedaba otro remedio,salí al pasillo y cogí el auricular.
-¿Sí?
-¿Oiga? ¿Está Satsuki?
Oí que una voz de mujer que no conocía decía mi nombre.
-¿Sí? Soy yo -dije ladeando la cabeza. -Ah, soy yo -dijo aquella persona al otro lado del auricular-o Soy Urara.
Me sorprendí. Aquella persona siempre me asombraba. N o era posible que fuera ella quien estaba llamando.
-Es muy precipitado, pero quizás estés libre. ¿Puedes salir?
- si..., bien, pero... ¿por que.? ¿como has sa­bido dónde vivo? -dije con voz de asombro. Parecía estar telefoneando desde la calle, se oían coches. Oí una risita sofocada.
-Cuando pienso que quiero saber algo, lo sé instantáneamente -dijo Urara como si se tra­tara de una fórmula mágica.
Y como habló con naturalidad, pensé: «Ah, bueno».
-Bien, entonces quedamos en el quinto piso de los almacenes que hay delante de la estación, en la sección de termos.
Dijo esto y colgó.
Al dejar el auricular, pensé que, en una si­tuación normal, hubiera vuelto a acostarme sin que siquiera se me pasase por la cabeza la idea de salir fuera. Las piernas me temblaban y sentí que la fiebre me subiría. Sin embargo, incitada por la curiosidad, empecé a vestirme. Y no va­cilé, como si, en el fondo de mi corazón, la luz del instinto centelleara y me dijera: «Ve».
Pensándolo retrospectivamente, el destino era, entonces, una escalera de la que no podía suprimirse ni un escalón. De no haber existido aquella escena, yo no hubiera podido subir. Y lo más fácil hubiera sido ignorada. Quizás, a pe­sar de ello, lo que me movía era una luz pe­queña que habitaba en mi corazón moribundo. Era un fulgor en una oscuridad que, creía yo, me impedía dormir bien.
Me abrigué y monté en la bicicleta. Verda­deramente, parecía que llegaba la primavera. Era un mediodía envuelto en una luz templada. Un vientecillo acabado de nacer me acariciaba la cara y me sentía muy bien. También los árbo­les de la calle empezaban a tener hojas de un infantil y tenue color verde. El cielo azul páli­do, ligeramente brumoso, se extendía hasta mucho más allá de la ciudad.
Ante este frescor, no podía evitar sentir que mi interior estaba seco. El paisaje primaveral no podía penetrar de ninguna forma en mi cora- .
zón. Sólo se reflejaba en la superficie como una pompa de jabón. Todo el mundo iba entrecru­zándose, feliz, con la luz en el cabello. Todo respiraba, y el resplandor crecía protegido por la dulce luz del sol. En aquella escena hermosa y rebosante de vida, mi corazón añoraba el cauce del río del alba y la ciudad muerta en invierno. y entonces pensé que me gustaría desaparecer.

Urara estaba de pie, erguida, con una hilera de termos a sus espaldas.' Llevaba un jersey rosa y, ahora, entre la multitud, parecía tener mi edad.
-Hola -dije al acercarme.
-Caramba, ¿estás resfriada? -dijo ella abriendo los ojos-o Lo siento. No 10 sabía cuan­do te he llamado.
-Tengo aspecto de resfriada, ¿no? -sonreí. -Sí, estás muy colorada. Bueno, elige rápi­do. El que más te guste -dijo mirando los ter­mos de frente-o Claro, por supuesto te gustará éste. ¿O es mejor uno ligero, para llevado cuan­do corras? Este parece igual al que se cayó. Ah, si es por el diseño, podemos ir a la sección de objetos de China y 10 compramos allí.
Hablaba con mucha pasión y me puse tan contenta que incluso yo misma noté cómo me ruborizaba.
-Pues... este blanco.
Señalé un termo pequeño y blanco que bri­llaba lanzando destellos.
-Sí, el cliente tiene buen gusto.
Y, diciendo esto, me lo compró.

Mientras tomábamos té inglés en una peque­ña cafetería que estaba en la terraza, cerca de allí, dijo:
-También te he traído esto. -y sacó un pe­queño envoltorio del bolsillo ~e su gabardina. Fue sacando muchos, muchos paquetes, yo me quedé extrañada-o Una persona que tiene una tienda de té me los ha dado. Hay varias clases de té de hierbas, de té inglés y té chino. En cada envoltorio pone su nombre. Ponlos a tu gusto en el termo.
-Muchísimas gracias -dije yo.
-De nada, por mi culpa se te cayó al río un termo que te gustaba mucho.
U rara sonrió.
Era una tarde muy despejada. La luz ilumi­naba vivamente la ciudad, casi de una manera melancólica. Las nubes se movían despacio, di­vidiendo la ciudad entre la luz y la sombra. La tarde parecía sosegada. El clima era tan suave que casi se podría pensar que los únicos pro­blemas que existían eran mi nariz congestiona­da y que no sabía qué estaba bebiendo.
-Por cierto -dije-, ¿cómo has sabido mi número de teléfono, en realidad?
-No, si te he dicho la verdad -dijo son­riendo- Es una historia larga. Al vivir sola vagando de un lugar a otro, parece que, por alguna razón, la sensibilidad se me ha agudi­zado. No recuerdo bien desde cuándo puedo hacer este tipo de cosas... Pues sí, simplemen­te pensar: «¿Cuál es el número de Satsuki?», y mi mano se mueve espontáneamente al mar­car el número, y la mayoría de las veces acier­to.
-¿La mayoría de las veces? -dije riendo.
-Sí, la mayoría de las veces. Cuando me equivoco, digo: «Perdone», y cuelgo, riéndome. Entonces, sola, me ruborizo.
Urara habló de esta forma y sonrió alegre­mente. Yo prefería creer en esta manera que Urara me explicaba con tanta naturalidad que en la gran cantidad de medios que existían para saber un número de teléfono. Ella hacía sentir esto a los demás. Era como si yo la conociera, en algún lugar de mi corazón, desde mucho antes y que, ahora, casi llorase de alegría por la emoción del reencuentro.
-Pues gracias por 10 de hoy. Me he sentido tan contenta como si fuéramos dos enamora­dos -dije.
-Bien, entonces voy a enseñad e una cosa a mi amante. Pero, primero, debes curarte este res­friado antes de pasado mañana.
-¿Por qué? Ah, ya..., esa cosa tan impor­tante que hay que ver, ¿será pasado mañana?
-Has acertado. ¿Te parece bien? Pero no se 10 digas a nadie -U rara bajó un poco la voz-o Pasado mañana, si vienes a las cinco menos tres minutos al lugar del otro día, quizá puedas ver algo.
-¿ Qué es este «algo»? ¿De qué se trata? ¿Es posible que no llegue a vedo?
No podía hacer más que inundada de pre­guntas.
-Sí. Depende del tiempo que haga y tam­bién de tu estado. Es algo muy delicado y no se puede garantizar nada. Se trata simplemente de una sensación mía, pero tu relación con el río es muy estrecha. Por eso podrás vedo, estoy segura. Pasado mañana a esa hora, se dan unas condiciones que concurren una vez cada cien años, y quizá puedas ver algo parecido a una ilusión. Perdona, sólo puedo decir eso, «es po­sible».
Ladeé la cabeza sin entender bien 10 que me estaba diciendo. Sin embargo, hacía mucho tiempo que no me había invadido un senti­miento de excitación tan intenso como aquél.
-¿Es algo bueno?
-Sí. Es precioso. Pero, eso depende de ti -dijo Urara.
Dependía de mí.
y yo, que me había replegado tanto en mí misma para protegerme, dije sonriendo:
-Sí. Iré, seguro.

La relación entre el río y yo. Inmediatamen­te pensé: «Yes», a pesar de que me dio un vuel­co el corazón. Para mí, el río era la frontera entre Hitoshi y yo. Cuando imagino el puen­te, Hitoshi está allí. Yo siempre llegaba tarde y él estaba ya esperándome en aquel lugar. Cuan­do íbamos a alguna parte, siempre nos separá­bamos allí, él iba hacia un lado, y yo hacia el otro. También fue así la última vez.
-¿Vas a casa de T akahashi?
Fue la última conversación entre Hitoshi y yo, cuando todavía estaba gordita y era feliz.
-Sí, primero iré a casa y luego nos reunire­mos. Hace mucho tiempo que no nos vemos.
-Dale recuerdos de mi parte. Pero, de todos modos, sois hombres y habláis de mujeres, su­pongo -dije.
-Pues, sí. ¿Te parece mal?
Se rió. Caminábamos haciendo algazara, un poco ebrios, después de haber estado juntos, di­virtiéndonos, durante todo el día. Un cielo es­trellado y precioso adornaba el camino en la noche de invierno, más y más fría, y yo estaba de muy buen humor. El viento me punzaba las mejillas y las estrellas titilaban. Las palmas de la mano, unidas dentro del bolsillo, eran cáli­das y tenían un tacto seco.
-Ah, pero de ti no hablaré en absoluto.
Me hizo gracia que Hitoshi dijera eso, como si recordara algo de repente. E intenté sofocar la risa hundiendo la cara en la bufanda. Enton­ces pensé que era extraño, pero sentía que, en aquellos cuatro años, nunca 10 había querido tanto como en aquel instante. Ahora, siento que mi «yo» de entonces era como diez años mas joven. Se oía débilmente el fragor de la corrien­te y la despedida fue triste.
El puente. El puente se convirtió en el lugar de la despedida definitiva. El agua corría rugien­do, y un viento helado me despejaba. Nos diji­mos adiós con un beso breve y una sonrisa, re­cordando las divertidas vacaciones del invierno, bajo el fragor vivo del río y el cielo estrellado.' Hitoshi y yo nos sentíamos llenos de afecto, y el tintineo del cascabel fue alejándose en la noche.
Habíamos tenido peleas terribles, y peque­ños amores. También, algunas veces, habíamos sufrido buscando el equilibrio entre el amor y el deseo. Y nos habíamos herido mutuamente a causa de nuestra inmadurez. Así pues, no fue­ron unos años de felicidad absoluta, sino de di­ficultades. Pero, a pesar de todo, fueron unos cuatro años maravillosos. Y especialmente ese día era tan perfecto que temía que acabase. Re­cuerdo cómo la chaqueta negra de Hitoshi, que aún se volvió hacia mí una vez más, iba dilu­yéndose en la oscuridad, como el sabor de ese día en el que todo había sido tan hermoso y tierno en el aire límpido de invierno.
Esta era justamente la escena que yo, a me­nudo, recordaba llorando. No, más bien acaba­ba derramando lágrimas al recordada. Muchas, muchas veces, soñé que le seguía, cruzaba el puente y le atraía hacia mí diciendo: «No te vayas». En el sueño, Hitoshi sonreía, y decía: «Tú me has retenido, por eso he podido esca­par a la muerte».
Ahora me siento vacía al poder recordado así, a pleno día, sin derramar lágrimas. Siento que él está infinitamente lejos de mí y que va alejándose aún más.

Me despedí de U rara, tomándomelo medio a broma y, a la vez, sintiendo ilusión por ese «algo» que quizá viera en el río. Urara desapa­reció por la calle sonriendo.
Pensé que no me importaría hacer el ridícu­lo si acudiera corriendo ilusionada por la ma­ñana temprano y Urara resultara ser una solem­ne embustera. Hizo aparecer un arco iris en mi corazón. Porque entró 'un soplo de aire dentro de mí al recordar de nuevo la emoción que sen­tía antes cuando pensaba en algo inesperado. T al vez me sintiera bien si, simplemente, mi­ráramos las dos juntas, por la mañana, cómo brillaba la corriente fría del río. Con eso sería suficiente.
Pensaba en esto mientras caminaba con el termo en los brazos. Decidí ir a buscar la bici­cleta y entonces, cuando atravesaba la estación, vi a Shu.
Es evidente que las vacaciones de primave­ra son distintas para los estudiantes de bachi­llerato y los de universidad. Que estuviera en la calle, a pleno día, sin uniforme, significaba que no había ido a la escuela. Sonreí.
Podía acercarme a él corriendo sin vacilar, pero todo me parecía molesto a causa de la fie­bre y me aproximé sin acelerar el paso. Justo entonces, empezó a caminar en la misma direc­ción que yo, y resultó que, involuntariamente, le fui siguiendo por la calle. Andaba deprisa, y yo, que no me sentía con ánimos para correr, apenas podía alcanzade.
Observé a Shu. Era un chico atractivo, y casi todo el mundo se giraba para mirado cuando llevaba ropa normal. Iba andando, imponente con su jersey negro. Era alto y tenía los brazos y piernas largos. Era ágil y llamaba la atención. Mirando su figura por detrás, pensé: «Si él, que ha perdido a su novia, fuera ahora,. de repente, a la escuela con el vestido marinero, las chicas, sabiendo que es un recuerdo de su novia muer­ta, no lo dejarían en paz». No es frecuente per­der a la vez a la novia y al hermano. Es el colmo de lo absurdo. Si yo fuera una alumna ociosa de bachillerato, a lo mejor acabaría que­riéndole e intentaría que se sobrepusiera. A las mujeres les gustan este tipo de cosas cuando son muy jóvenes.
El hubiera sonreído si lo hubiera llamado. Lo sabía. Sin embargo, me sabía mal llamarlo, a él que iba solo por la calle. También me dio la sensación de que nadie podía hacer nada por él. Probablemente yo estaba muy cansada. Tenía los sentidos embotados. Quería huir lo antes posible, hasta ese punto en el que pudiera ver con claridad los recuerdos como simples recuer­dos. Pero, por mucho que corriese, la distancia era grande y, al pensar en el futuro, me sentía tan sola que me estremecía.
En aquel momento, Shu se detuvo y yo también lo hice. Pensé sonriendo: «Esto es una verdadera persecución», y empecé a andar con la intención de llamarle al fin..., pero me detu­ve al darme cuenta de qué era lo que Shu esta­ba mirando.
Miraba el escaparate de una tienda de ar­tículos de tenis. Por su expresión absorta, supe que, en realidad, estaba mirando sin pensar en nada. Pero cuanto menor era la expresión que mostraba su rostro, más me transmitía la pro­fundidad de sus sentimientos. Pensé: «Parece un grabado». La figura del patito que anda conven­cido de que es su madre lo que se mueve por primera vez ante sus ojos conmueve a quien lo mira..
Conmueve terriblemente.
Bajo la luz de primavera, entre la multitud, él estaba abstraído, con la mirada fija. Parecía como si, cerca de los artículos de tenis, se sin­tiera lleno de gratos recuerdos. También a mí me sosegaba estar con Shu porque me recorda­ba algún aspecto de Hitoshi. Creo que es una cosa triste.

Yo también había visto jugar al tenis a Yu­miko. Cuando me la presentaron pensé que, ciertamente, era bonita, pero me pareció una persona muy alegre, normal y tranquila, y no podía adivinar qué era lo que atraía tanto a Shu, un chico poco común, para que estuviese tan enamorado. Era el Shu de siempre, pero algo que había en ella lo fascinaba. Sus capacidades estaban equilibradas. Pregunté a Hitoshi de qué se trataba.
-Dice que es el tenis.
Hitoshi sonrió.
-¿ El tenis?
-Sí. Según Shu, es extraordinaria jugando a tenis.
Era verano. Hitoshi, Shu y yo vimos jugar a Yumiko la final en la pista de tenis de la escuela abrasada por el sol. Las sombras se dibu­jaban con nitidez y yo tenía mucha sed. Era la época en que todo resplandecía.
Era realmente extraordinaria. Se transforma­ba en otra. Era una persona distinta a la que me seguía sonriente diciendo: «Satsuki, Satsu­ki». y o observaba el partido asombrada. Hito­shi también parecía sorprendido. Shu dijo con orgullo:
-¿Verdad que es magnífica?
Ella conducía el partido con vigor, concen­trando todas sus fuerzas, y llevó a cabo un juego enérgico y agresivo, sin dar muchas oportuni­dades a su rival. Realmente era fuerte. Ponía una cara muy seria. Como si estuviese a punto de matar a alguien. Y fue impresionante cuando, tras la última jugada, volvió su cara risueña, la de la Y umiko de siempre que conservaba algo de infantil, hacia Shu en el momento en que con­seguía la victoria.
Era divertido estar los cuatro juntos, me gus­taba. Yumiko me decía a menudo:
-Satsuki, nos divertiremos juntos siempre, ¿de acuerdo? No os separéis de nosotros.
Y al decides bromeando:
-y vosotros, ¿qué?
Se reían y contestaban:
-iQué va!
Y éste es el resultado. Es el colmo.


Creo que Shu, en aquel momento, no es­taba recordándola a ella como yo recordaba a Hitoshi. Los chicos no buscan el sufrimien­to intencionadamente. Pero, sin embargo, sus ojos y su cuerpo sólo decían una palabra. El no la pronunciaría jamás. Si 10 hiciera, sería una palabra amarga. Terriblemente cruel. Era... «Vuelve».
Más que una frase, era una plegaria. Yo no podía soportado. ¿También yo estoy así en el río, al amanecer? ¿Por esta razón me llamó Urara? Yo, también..., yo también quie­ro vedo. Quiero ver a Hitoshi. Quiero que vuel­va. Por 10 menos, hubiera querido despedirme de él.

Me juré no habla de de 10 que había vis­to aquel día y me fui sin decir nada, pen­sando que ya nos veríamos en una ocasión más alegre.

La fiebre me subió mucho. Pensé que era de esperar, por callejear hasta tan tarde a pe­sar de no encontrarme bien. Mi madre se rió y dijo:



-¿No será la fiebre que tienen los niños cuando empiezan a dar señales de inteligencia? (Se refiere a la fiebre que tienen los niños cuando les salen los dientes, chienetsu (literalmente «fiebre de la inteligencia,,), ya que, junto a la salida de los dientes, el niño agudiza su sentido de la percepción. La pregunta de la madre, además de broma frecuente entre los japone­ses, es un juego de palabras referido al estado de Satsuki.)
Sonreí desmayadamente. Yo también pensa­ba lo mismo. Quizá corriera por mi cuerpo el veneno de mis pensamientos de impotencia.

Por la noche, soñé con Hitoshi como de costumbre, y me desperté. Soñé que tenía fie­bre e iba corriendo hasta el río. Hitoshi estaba allí. Al verme, se rió y dijo: «¿Qp.é haces aquí? Estás resfriada».
Este era el peor sueño que podía tener. Cuando abrí los ojos, ya estaba amaneciendo. Era la hora en que normalmente me levantaba y me vestía. Tenía frío, sencillamente tenía frío. Sentía las manos y los pies cada vez más he­lados, a pesar de que todo mi cuerpo estaba ar­diendo. Me recorrían escalofríos, tiritaba y me dolía todo el cuerpo. Temblando en la oscu­ridad con los ojos abiertos, sentía que estaba luchando contra algo terriblemente gigantesco. Y, por primera vez desde que nací, pensé con sentimiento que quizá sería vencida.

Haber perdido a Hitoshi era doloroso. De­masiado doloroso.
Cada vez que nos abrazábamos, conocí pa­labras que no eran palabras. Me extrañaba estar tan cerca de una persona que no fuera yo misma o mis padres. Perdí aquellas manos y aquel pecho, sentí que había tocado la fuerza de la desesperación más profunda que alguien podía encontrar, aquella que nadie querría ver bajo ningún concepto. Me sentía sola. Terriblemen­te sola. Era el peor momento. Cuando hubiese pasado, cuando llegara la mañana, quizá pudie­se hacer algo divertido que me hiciera reír a car­cajadas. Si lloviese la luz. Si llegara la mañana.
Siempre, siempre pensaba esto, pero en esa ocasión me sentí miserable, pues no tenía fuer­zas para levantarme e ir hasta el río. El tiempo pasaba como si yo masticase arena. Con impa­ciencia. Sentí que, si fuera hoy al río, Hitoshi estaría allí como en el sueño. Casi enloquecí. Parecía que iba a pudrirme.
Me levanté despacio y fui a la cocina con la intención de beber té. Tenía la garganta terri­blemente seca. Veía toda la casa distorsionada por la fiebre, de una forma totalmente surrea­lista, y la cocina estaba oscura y fría después de que toda la familia se hubiera ido a la cama. Mareada, me preparé un té caliente y volví a mi habitación.

Después de tomarlo me sentí bastante mejor. Cuando hube apagado mi sed, pude respirar con menos dificultad. Incorporé la parte supe­rior de mi cuerpo y descorrí las cortinas de la ventana que estaba junto al lecho.
Desde mi habitación se veía bien el portal de la casa y el jardín. Las plantas y las flores se mecían en el aire azul y se extendían, con los colores planos, como un panorama. Era bonito. Ultimamente, he descubierto que todas las cosas son muy límpidas en el azul del alba. Mientras observaba la escena, vi a una persona que se acercaba por la acera de delante de la casa. Mien­tras iba aproximándose parpadeé varias veces, creyendo que era un sueño. Era U rara. Llevaba un vestido azul y se acercaba, mirándome son­riente. Se detuvo en el portal y dijo:
-¿Puedo entrar?
Asentí con la cabeza. Atravesó el jardín y se detuvo bajo la ventana. La abrí. El corazón me latía con fuerza.
Dijo:
- ¡ Qué frío!
Entró aire fresco desde el exterior y me re­frescó las mejillas calientes. Era un aire trans­parente y delicioso.
-¿Qué te ha pasado? -le pregunté. Sinceramente, me sentía tan contenta como
una niña pequeña.
-Vengo de dar el paseo matutino. Parece que tu resfriado va mal. Toma, unas pastillas de vitamina C.
Me mostró una sonrisa transparente, sacó unos caramelos del bolsillo y me los ofreció.
-Gracias por todo -dije con voz ronca.
-Parece que tienes mucha fiebre. ¿Lo estás pasando mal, verdad? -dijo ella.
-Sí. Ni siquiera he podido ir a correr esta mañana -dije. Tenía ganas de llorar, no sé por qué. .
-Eso es por el resfriado -dijo Urara con na­turalidad bajando los párpados- . Ahora estás en el peor momento. Puede que sea más duro que la muerte. Pero tal vez no haya otro peor. Por­que los límites de una persona no cambian. Quizá vuelvas a enfermar, y puede que te azote de nuevo un resfriado como éste, pero si eres fuerte no volverás a sufrir tanto en toda tu vida. Las cosas son así. Puedes pensar que sería un asco que volviera a ocurrir, pero, ¿no crees que sería mejor hacerte a la idea de que las cosas son así? -y me miró sonriendo.
Yo abrí los ojos sin decir nada. ¿Estaría ha­blando simplemente del resfriado? ¿A qué se re­feriría?.. El azul del amanecer y la fiebre ha­cían que todo me pareciera borroso, y yo no distinguía bien el límite entre el sueño y la rea­lidad. Mientras Urara hablaba, simplemente tenía los ojos fijos en su flequillo mecido por el viento e iba grabando sus palabras en mi co­razón.
-Entonces mañana, ¿eh? -Urara sonrió y cerró la ventana desde fuera, despacio. Salió por el portal con pasos ligeros, como si bailara.
Seguí con la mirada la figura que desapare­cía flotando en mi sueño. Me alegré tanto de que viniera, al final de aquella noche peno­sa, que casi lloré. Hubiera querido decide: «Es­toy muy contenta de que hayas venido como una aparición a través de la neblina azul». In­cluso me convencí, sin razón alguna, de que cuando despertara todo sería mejor. Y me volví a dormir.

Cuando me desperté, me di cuenta de que, al menos, el resfriado había mejorado. Ya esta­ba anocheciendo, había dormido mucho. Me le­vanté, me duché, me vestí y empecé a secarme el pelo. La fiebre había bajado y, salvo la floje­dad que sentía, me encontraba bien.
«¿De verdad ha venido Urara?», pensaba en­vuelta en el aire caliente mientras me secaba el pelo. Parecía un sueño. «Y aquellas palabras, ¿se referían al resfriado?» Sentía que resonaban en el sueño.
Las sombras poco profundas de la cara que se reflejaba en el espejo me hicieron presentir que vendría de nuevo, como el segundo tem­blor de un terremoto, una noche cruel. Estaba tan cansada que no quería ni pensar. Estaba ex­hausta... Pero deseaba atravesar la noche, aun­que fuera arrastrándome.
Sin embargo, podía respirar mejor que los días anteriores. Me amargaba la idea de que pronto llegaría una noche solitaria en la que no pudiera siquiera respirar. Sentía pánico al pen­sar que la vida era esto, una vez tras otra. Sin embargo, la ilusión de que existiría con certeza un momento en el que, de repente, respiraría mejor, me hacía palpitar el corazón de felici­dad. A menudo, me hacía sentir feliz.
Cuando lo pensaba, pude esbozar una lige­ra sonrisa. La fiebre había bajado bruscamente y mis pensamientos eran los de un borracho. Entonces, de repente, alguien llamó a la puer­ta. Dije: «Pasa», creyendo que era mi madre y me sorprendí cuando la puerta se abrió y apa­reció Shu. Realmente me sorprendí.
-Tu madre dice que te ha llamado varias veces y que no has contestado - dijo Shu.
-Con el ruido del secador, no la he oído -dije. Me sentía turbada porque tenía el pelo medio mojado y sin peinar.
-He venido a verte porque, cuando he lla­mado, tu madre me ha dicho que estabas muy resfriada y que le parecía que tenías mucha fiebre.
Shu sonreía sin darle importancia a mi as­pecto. Al decir esto, recordé que él antes solía venir a casa con Hitoshi. Los días en que había alguna festividad o de vuelta a casa después de ver un partido de béisbol. Saqué unos almoha­dones y nos sentamos como siempre. Era yo quien lo había olvidado.
-Es un regalo -Shu sonrió enseñándome una bolsa grande de papel. Era tan amable que me resultó difícil decide que ya estaba bien; casi me sentí obligada a toser-o Son sandwiches de filete de pollo, del Kentucky Fried Chicken, y el sorbete que te gusta a ti. Y Coca-Cola. Tam­bién hay para mí, podemos comer juntos.
No quería pensar mucho en ello, pero él me trataba como si yo fuera de porcelana. Me aver­gonzaba al preguntarme a mí misma qué le ha­bría dicho mi madre. Sin embargo, no me en­contraba todavía lo bastante bien como para decide: «¡Qué dices!, pero si ya estoy bien».
Los dos comimos sentados en el suelo y en­vueltos en el aire cálido de la estufa. Me di cuenta de que tenía mucho apetito y comí con gusto. Me daba la sensación de que, delante de Shu, siempre comía con gusto. Y pensé que esto era magnifico.
-Satsuki
-¿Sí?
Estaba distraída pensando en eso, y levanté la cabeza sorprendida al oír a Shu.
-No debes adelgazar tanto, ni atormentarte sola hasta el extremo de tener fiebre. Si te sien­tes mal, llámame. Iremos a divertimos, a pesar de que cada vez que te veo estás más dema­crada. Compórtarte como si no hubiese ocurri­do nada delante de la gente es malgastar las energías. Tú y Hitoshi os queríais mucho, por eso te sientes morir. Es normal.
Lo dijo todo de golpe. Fue la primera vez que él me demostró su compasión algo infan­til. Creía que era una persona más fría e indife­rente, por eso sus palabras me sorprendieron y llegaron directamente a mi corazón.
-Es cierto que todavía soy joven, y no 10 suficientemente fuerte como para no echarme a llorar si no llevo el vestido marinero; pero cuando uno tiene un problema, todos los hom­bres somos hermanos, ¿no? Yo te quiero tanto que no me importaría dormir contigo en el mismo futon.
Lo dijo con una cara tan sincera que era im­posible malinterpretar sus palabras; pensé que era muy poco común y no pude ocultar una sonrisa. Le dije de todo corazón:
-Lo sé. De verdad, lo haré. Gracias, gracias de veras.

Después de irse Shu, me dormí de nuevo. Dormí tranquila y profundamente, sin soñar por primera vez después de largo tiempo gracias a la medicina para el resfriado. Fue un sueño sagrado y lleno de ilusión, como una Nochebuena de mi infancia. Cuando despertara, iría al río, donde estaría esperándome Urara, para ver ese «algo».

Antes del alba.
Mi cuerpo aún no estaba completamente bien, pero me vestí y eché a correr. Era un ama­necer tan frío como si fuera a helar, y parecía que la luna estuviese inmóvil en el cielo. Al correr, mis pasos resonaban en el azul silencio­so, quedaban absorbidos en secreto y desapare­cían por las calles.

Urara estaba ya en el puente. Cuando lle­gué, sonrió con los ojos brillantes y, con las manos en los bolsillos y la cara medio tapada por la bufanda dijo:
-Buenos días.
En el cielo color índigo, unas estrellas titi­laban pálida y débilmente como si fueran a desvanecerse.
Era una escena tan hermosa que casi me pa­ralizaba. El río resonaba, fuerte, y el aire era lím­pido.
-Es tan azul que parece que el cuerpo vaya a disolverse en él, ¿verdad? -dijo Urara hacien­do visera con una mano para que no la des­lumbrara la luz.
Se veía vagamente la silueta de los árboles que se mecían al viento. El cielo se movía des­pacio. El claro de luna penetraba en la tenue oscuridad.
-Es la hora -la voz de Urara era tensa-o ¿Estás lista? A partir de este momento, la dimen­sión, el espacio y el tiempo de este lugar osci­larán y se desplazarán. A lo mejor no podremos vernos la una a la otra, aunque estemos las dos juntas, y cada una verá algo muy distinto... en la otra orilla del río. Pase lo que pase, no grites ni intentes cruzar el puente, ¿has entendido?
-OK -asentí con la cabeza.

Llegó el silencio. Yo, junto a Urara, miraba fijamente hacia la otra orilla, envuelta en el ru­gido del río. El corazón me palpitaba con fuer­za y sentía cómo me temblaban los pies. Poco a poco, se acercaba el amanecer. El azul oscuro del cielo fue tomando una tonalidad celeste, y se oía piar a los pájaros.
Me daba la sensación de que un sonido tenue zumbaba en el interior de mi oído. Miré a mi lado y advertí sobresaltada que U rara ya no estaba conmigo. El río, yo, el cielo... y se oyó aquel sonido familiar e inolvidable.
El cascabel. Sin duda era el tintineo del cas­cabel de Hitoshi. El cascabel sonó débilmente en el espacio donde no había nadie. Yo, con los ojos cerrados, confirmé que aquello que so­naba al viento era el cascabel. Y, cuando miré al otro lado del río, creí enloquecer aún más.
Contuve un grito a duras penas.
Hitoshi estaba allí.
Si no era un sueño ni una quimera, la figu­ra que estaba en la otra orilla del río, de pie y mirando hacia aquí, era la de Hitoshi. El río estaba entre él y yo... Sentí una oleada de año­ranza, su figura se sobrepuso a la imagen del recuerdo que guardaba en mi corazón y ambas se fundieron hasta convertirse en una.
El me miraba entre la bruma azul del ama­necer. Tenía la cara preocupada que ponía an­tes cuando yo hacía alguna barbaridad. Estaba mirándome fijamente, con las manos en los bol­sillos. Recordé los tiempos, lejanos y cercanos, que había pasado en sus brazos. Nos mirábamos simplemente, sin hacer movimiento alguno. Sólo la luna, que iba desapareciendo, miraba la corriente fuerte del río y la larga distancia que nos separaban. El pelo y el cuello de la camisa inolvidable de Hitoshi ondeaban vaga­mente como en un sueño, acariciados por la brisa del río.
«Hitoshi, ¿quieres hablar conmigo? Tengo tantas ganas de hablarte... Quiero ir a tu lado y celebrar con un abrazo nuestro reencuentro.» Pero, pero... se me caían las lágrimas... El desti­no nos había separado tan claramente, uno a cada lado del río, que ya no había nada que yo pudiera hacer. Sólo permanecer mirándolo con lágrimas en los ojos. También Hitoshi me mi­raba con tristeza. Pensé: «Ojalá el tiempo se detenga»... Pero todo empezó a desvanecerse lentamente cuando llegó la primera luz del alba. Hitoshi iba alejándose ante mis ojos. Ya deses­peraba, cuando Hitoshi agitó la mano sonrien­do. Agitó la mano muchas, muchas veces. Iba desapareciendo en la oscuridad azul. Yo también agité la mano, «Hitoshi, mi amado Hitoshi», quería grabar la línea de sus hombros y de sus brazos inolvidables en mis pupilas. Anhelaba grabado todo en mi memoria: el paisaje páli­do, el calor de las lágrimas que se deslizaban por mis mejillas. La línea que dibujaban sus bra­zos formaba una silueta que se reflejó un mo­mento en el cielo. A pesar de ello, iba desvane­ciéndose y finalmente desapareció. Yo lo miraba entre las lágrimas con fijeza.

Cuando la ilusión desapareció por comple­to, en la orilla del río todo volvió a ser como antes. Urara estaba a mi lado. Ella, de perfil con los ojos tristes, como si tuviese el corazón des­trozado, dijo:
-¿Has visto?
-Sí. Lo he visto -dije enjugándome las lá­grimas.
-¿Te has emocionado?
Urara me miró, y sonrió. Mi corazón se so­segó y le devolví la sonrisa:
-Sí, me he emocionado.
Las dos estuvimos un rato en aquel lugar donde penetraba la luz y la mañana llegaba.

Urara, mientras tomábamos un café calien­te en un Mister Donut, (Mister Donut: Cadena de cafeterías de estilo estadounidense donde se sirven doughnuts, muy extendida en Japón y frecuentada por los muy jóvenes.) * a primera hora de la mañana, dijo con los ojos soñolientos:
-He venido a esta ciudad pensando que quizá podría despedirme por última vez de mi novio, que murió de una forma extraña.
-¿Has podido vedo? -le pregunté.
-Sí -dijo Urara sonriendo ligeramente-. De verdad, es posible que ocurra esto cuando coinciden varias circunstancias, una vez cada cien años. No están fijados ni el lugar ni la hora. Las personas que lo conocen lo llaman «el fenó­meno de T anabata», (* Según una leyenda china, Kengyusei y Shokujosei, dos amantes condenados a vivir separados por la eternidad, uno a cada lado de la Vía Láctea (en japonés, literalmente: «río del cielo).), pueden encontrar­se una vez al año, la noche del 7 de julio. Por ello, esa noche se cele­bra en Japón la fiesta de la adoración de las estrellas, o fiesta de Tana­bata.)* porque sólo sucede donde hay un río grande. Algunas personas no pueden vedo. Cuando reaccionan favorablemente los sentimientos del muerto y la tristeza de quien lo ha perdido, aparece en forma de ilusión, como lo que hemos visto. Para mí también ha sido la primera vez... Creo que has tenido suerte.
-… Cien años.
Yo pensé en esa baja probabilidad imprede­cible.
-Cuando llegué a la ciudad y fui a inspec­cionar el lugar, tú estabas allí. Supe, con la in­tuición de un animal, que habías perdido a al­guien. Por eso te invité.
La luz de la mañana se filtraba a través del cabello de Urara, que reía mientras hablaba, firme e inmóvil como una estatua.
«¿Qué clase de persona será? ¿De dónde habrá venido y adónde irá? Y ¿cómo sería la persona a quien miraba al otro lado del río?» No me atreví a preguntarle nada.
-Son dolorosas tanto la despedida como la muerte. Pero un amor del que no se piense que.será el último no llega a ser ni un simple pasa­tiempo para una mujer -dijo Urara comiendo donuts sin darle importancia, como si hablara de trivialidades-. Por eso pienso que ha estado bien haber podido despedirse.
Y sus ojos estaban muy tristes.
-Sí, yo también lo creo -dije.
Entonces Urara entornó ligeramente los ojos ante la luz del sol.
Hitoshi agitando la mano. Era una escena tan dolorosa como si un rayo de luz atravesara mi corazón. Todavía no sabía si había sido real­mente bueno o malo. De momento, sólo me dolía el corazón. Sentía tanta angustia que casi no podía respirar.
Pero, sin embargo, al mirar a Urara, que en aquel momento estaba sonriendo ante mí, y entre el suave aroma del café, sentí vivamente que estaba cerca de «algo». La ventana se estre­mecía por el viento. Con certeza este sentimien­to pasaría por más que fijara la mirada y abriese el corazón, como cuando había visto a Hitoshi. Ese «algo» brillaba con fuerza en la oscuridad, como el sol, y yo atravesaba las tinieblas a una velocidad de vértigo. La bendición caía sobre mí como un salmo, y yo rogaba: «Quiero ser más fuerte».
-Y ahora, Üe irás de nuevo? -le pregunté a la salida del Mister Donut.
-Sí. -Ella sonrió y me cogió la. mano-o Volveremos a vernos algún día. N o olvidaré tu número de teléfono.
Y se alejó mezclándose con la multitud. Mientras la seguía con la mirada, pensé: «Yo tampoco te olvidaré. Me has dado mucho».

-La he visto -dijo Shu.
Me lo dijo cuando fui a visitarlo a mi anti­
gua escuela, a la hora del descanso del medio­día, para darle, con algún retraso, el regalo de su cumpleaños. Vino corriendo hacia mí, que lo esperaba mirando a los alumnos que corrían por el campo de deporte, y me sorprendió ver que no llevaba el traje marinero. Lo dijo nada más sentarse a mi lado.
-¿Qué? -dije.
-A Yumiko -dijo.
Me dio un vuelco el corazón. Los alumnos
con ropa de deporte pasaron de nuevo delante de nosotros, levantando una nube de polvo.
-Fue anteayer por la mañana -siguió-o Tal vez fue un sueño. Estaba medio dormido y, de repente, se abrió la puerta y entró Yumiko. Entró con tanta naturalidad que olvidé que es­taba muerta. Yo dije: «¿Yumiko?». Ella dijo:
«Chsss...», posando el dedo índice sobre sus la­bios, y sonrió... A lo mejor era un sueño. Luego, abrió el armario de mi habitación, sacó cuidadosamente el vestido marinero y se fue, lle­vándoselo entre los brazos. Me dijo: «Bye, bye» con una sonrisa, agitando la mano. Yo no sabía qué hacer y volví a dormirme. ¿Habrá sido un sueño? Pero el vestido marinero, por la maña­na, ya no estaba allí. Lo he buscado por todas partes. Lloré sin darme cuenta.
-Ya... -dije.
Es probable que la orilla del río no fuera el único lugar donde había sucedido aquello. Pero ya no había manera de saberlo, porque Urara ya no estaba allí. Sin embargo, él estaba tan tran­quilo como si no le hubiese ocurrido nada. Pen­sé: «Puede que sea una persona extraordinaria. Quizás atrajo hacia sí aquel fenómeno que sólo sucedía en el río».
-¿Estaré loco? -dijo Shu bromeando.
En la tarde de primavera bañada por los dé­biles rayos de sol, llegaba desde la escuela el murmullo del descanso del mediodía. Mientras le daba el disco de regalo, le dije riendo:
-En este caso, te recomiendo hacer jogging. Shu también se rió. Reímos y reímos den­tro de la luz.


Quiero ser feliz. Me cautiva más un pu­ñado de oro en polvo que el esfuerzo de se­guir excavando en el río durante largo tiempo. y pienso que estaría bien que las personas a las que amo fueran más felices de lo que son ahora.

Hitoshi.
Yo ya no podré estar aquí. Voy hacia de­lante a cada instante. No hay más remedio, es el flujo del tiempo que no puede detenerse. Se­guiré.
Termina una caravana y empieza otra. Habrá personas a quienes encontraré de nuevo. Tam­bién habrá otras a quienes no veré jamás. Las que se van sin que yo lo sepa, las que simple­mente se cruzan conmigo. Siento que soy cada vez más pura, intercambiando saludos con los demás. Debo vivir mirando cómo fluye el río.
Ruego con todo mi corazón que sólo la ima­gen de una Satsuki joven permanezca siempre a tu lado.
Gracias por decirme adiós con la mano. Gra­cias por decirme adiós con la mano, muchas, muchas veces.